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¿Le tiembla el labio? ¿No lo puedo controlar? ¿Y hace un par de meses ya que la persiana de su cuarto no se levanta? ¿Tiene que llamar a un cortinero? ¿Arreglar lo que se trabó? ¿Y no lo hace? La luna es linda llena y el sol cuando atardece, ¿no? ¿Por qué no lo hace? Haga esfuerzos por recordar cuánto lo inspiraban las horas precisas asomado a su ventana mirando. Recuerde también el placer que le daba fumar mirando el cielo en compañía de algún amor. No es lo mismo algún amor que ningún amor. ¿Ahora la pieza se le llena de cuerpos que no quieren amor? ¿Hay cuerpos que vienen y van? ¿Pasean por su casa? ¿El suyo se acostumbró a recibir amablemente el desfile insaciable de cuerpos que vienen y van? ¿Nadie nota la persiana? ¿Nadie pide levantarla? ¿Se llora en otras casas? Que la suya no alcance sólo para olvidar con los años la cita. O sí. ¿Por qué no? Usted es su dueño. De usted mismo y de su casa. Ejerza su propiedad. Haga lo que le plazca con lo suyo. Si quiere que así sea deje que la casa sea quien lo habita con sus costumbres. Note cómo ella puede pasar a ser su dueña por obra y gracia de sus decisiones. Que sea ella la promotora de su vasto anecdotario. ¿Se siente exigido por las intensidades de la casa? Paradoja de su mente: creyó que retirándose del plan del mundo, de su destino tierno y cariñoso, y quedándose en su casa, liberaría a su cuerpo del olvido de las calles. Y sin embargo, ahora, ya en casa, abren y cierran su puerta los seres reconciliados con su terror. Los olvidadizos. Los que lo olvidan. Se lo traen de todos modos al olvido como si usted quisiera. Como si le abriera la puerta justo a esas calles que usted había decidido ya no caminar. El ansia de tenerlas. Y no hay respiro que valga. Todo vuelve a empezar, una y otra vez la puerta se abre y usted se dice que así sí está protegido de aquello de lo que huyó. Del olvido, del desamor. ¿Ya se regala con la misma cotidiana displicencia con la que antes se reía? No se pierde la fe hasta que uno no la pierde. Anote esa frase. O ubique cuándo ocurrió mejor. Y note que ese día los cuerpos empezaron de a poco a entrar en su casa, disfrazados de amadores embelesados, para dejarlo igual que antes, sin más, sin menos, idéntico, incapaz de ser apasionado. Pero no hay saciedad que por bien no venga. Tenga presente que después de eso no hay mucho más. Se va la fe a otras casas. Y uno se queda con taquicardias, dolores de panza, labios que tiemblan. Es un ritmo el que aniquila. La frecuencia suficiente para perder el sosiego. Por suerte todavía se da un tiempo para el recuerdo: la ventana abierta, su cuerpo asomado, el aire fresco. No hay peor sordo que al que se le trabó la persiana. A lo mejor la luz de la luna y la de los atardeceres tengan la obligación de ocultarse ante algunos de nosotros. No empiece una lucha estúpida por un preso en su hogar. La fe de amar, de sentirse amado, ya va a volver. Dígase cosas como desopilante vacío, mente en blanco, cosas así. Es como la persiana rota que lo deja en la oscuridad. ¿Es ese roce ardiente con lo obvio, la incapacidad de salir a la luz; son sus lágrimas? ¿Aunque sea por hoy? ¿Aunque vayan a secarse mañana? No se preocupe. Llame al cortinero, para empezar.

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